(Dinamita cerebral)
Antología de los cuentos anarquistas más famosos.
LA JUSTICIA
Carlos Malato
En Dorcitat pudo convencerse bien
el pequeño León de que su amigo no había exagerado cuando hablaba de la
república. Le bastó para ello asistir una sola vez a una audiencia del
tribunal, donde le condujo Estanislao, porque esas audiencias eran públicas, y
muchos desocupados, que no podían pagarse un asiento en el teatro, asistían
allí y se hacían la cuenta de que viendo juzgar tenían comedia de balde.
Era la primera vez que el niño
penetraba en un pretorio, y después de haber franqueado la puerta, guardada por
un matador de profesión, porque desgraciadamente se encuentran aún por todas
partes, se vio en una sala bastante espaciosa llena de curiosos. A un lado, sentado
en un banco, entre dos guardianes armados, se hallaba un obrero de miserable
aspecto. En el fondo, detrás de una especie de mostrador, se hallaban tres
hombres sentados, vestidos con negras vestiduras; el de en medio tenía la barba
blanca y en el pecho ostentaba una cinta roja; los otros dos tenían patillas
negras.
-
¿Qué son esos? ¿Son curas, o mujeres barbudas?
Preguntó León.
-
No, respondió Estanislao. Son jueces; hombres
como los matadores profesionales, los verdugos o los polizontes, que el sexo
masculino tiene el honroso privilegio de suministrar. Visten casi como los
curas, a los cuales se parecen por sus costumbres y sus funciones, con la
diferencia de que los curas condenan o absuelven para una vida futura, en
nombre de un libro estúpido y bárbaro llamado Código.
-
¿Quién ha escrito ese libro?
-
¿Quién? Conquistadores, emperadores, reyes,
amos, gobernando por el derecho del más fuerte o por la astucia. Es decir,
malhechores públicos. Ello es lo que han escrito o hecho escribir por sus
servidores. Pero escucha.
El presidente,
es decir, el hombre sentado en medio, mandó con voz glacial al obrero sentado
entre los guardianes que se levantara; le preguntó su nombre, edad, estado,
profesión y domicilio. Cuando el interrogado hubo contestado con voz sorda, el
juez añadió:
-
A usted se le acusa de haber dormido sobre un
banco en la calle Pueblo Soberano, debiendo saber que la vagancia está
prohibida. ¿Qué tiene que exponer en su defensa?
-
Sencillamente que no tengo domicilio. Mi casero
me ha echado de la casa y me he visto obligado a dormir en la calle.
-
¿Y por qué le ha echado a usted el casero a la
calle?
-
Porque no podía pagarle.
-
¿Por qué no podía usted pagarle?
-
Porque no tenía trabajo.
-
Además, se acusa a usted de haber injuriado al
agente que le ha detenido.
-
Usted dirá si podía yo estar contento de verme
arrancado al sueño, mi único consuelo, y llevado a la prevención como un
malhechor, después de haber trabajado honradamente toda mi vida.
-
El tribunal apreciará.
El presidente
se inclina hacia los otros dos jueces, sus asesores; consulta con ellos un
instante, y dice:
-
Seis días de prisión… ¡Otro!
-
He ahí, murmuró Estanislao, al oído de León, una
cosa que hará brotar en el corazón de ese pobre obrero un poco de odio contra
el régimen social.
Al segundo
procesado, que entró por una puerta lateral para sentarse también entre los
guardianes, se le inculpaba de haberse hecho servir una comida en un restaurant
y de haber dicho luego al dueño: “Ahora hágame usted prender, si quiere, porque
no tengo un céntimo para pagar”.
-
¿Por qué hizo usted eso? preguntó el juez.
-
Porque tenía necesidad de comer, como la tiene
todo hombre, y consideré que era preferible eso a atacar al primero que se
presentase al volver una esquina pidiéndole la bolsa o la vida.
-
Cuatro días de prisión y veinte pesetas de
multa, sentenció el presidente.
-
Tocó en seguida el turno a otro procesado de
género diferente; era un hombre bien vestido, sentado, no entre los guardianes,
sino en la primera fila de los asistentes, quién declaró su nombre, Víctor
Mast, y su cualidad, contratista de obras.
-
Señor, le dijo el juez empleando por primera vez
este calificativo; a usted se le acusa de haber roto el bastón sobre las
costillas de un obrero que reclamaba su jornal. A petición suya se le ha citado
a usted.
-
Señor juez, respondió el acusado; ese obrero es
un tunante que quería robarme y me amenazó con la justicia. Por lo demás mi
abogado explicará el asunto mejor que yo puedo hacerlo.
Y aquel
patrón, que si no era muy elocuente era astuto y tenía dinero de sobra para
poder pagarse un abogado hábil, se sentó, dejando a su defensor explicar el
asunto a su manera, quién declaró que Víctor Mast, viendo a su obrero hacer
ademán de pegarle, se consideró en el caso de legítima defensa. El tribunal, en
su alta sabiduría, apreciará los hechos y no excitará la rebeldía de los
obreros contra los patronos.
Los jueces
acogieron aquel discurso por signos apenas perceptibles de aprobación. El
público homenaje tributado a su sabiduría fue de su agrado, por lo que el
contratista fue absuelto y el obrero condenado en costas.
-
Esto, dijo Estanislao a su amigo de modo que lo
pudieran oír los que se hallaban cerca, enseñará a ese obrero a hacerse
justicia por si mismo, en vez de implorarla a los magistrados. ¿No has visto y
oído bastante?
-
¡Oh, sí; vámonos! Creo que me pondría malo si
permaneciéramos más tiempo en esta casa abominable. Este es el Palacio de la
Injusticia y no el de la Justicia.
-
Salieron de aquella casa del crimen, donde unos
hombres, vestidos de una manera particular para imponer respeto, condenan con
imponente solemnidad a desgraciados, victimas de la sociedad, y absuelven a los
explotadores.
Una vez fuera
respiraron con satisfacción el aire libre.
León,
profundamente impresionado por lo que había visto y oído, permanecía silencioso;
la melancolía se reflejaba en su rostro.
-
¿En qué piensas? Le preguntó su compañero.
-
En lo que llaman justicia, respondió el niño.
¿Qué es la justicia? ¿Existe?
Estanislao
permaneció un instante silencioso; buscaba las palabras más apropiadas para
hacer comprender su pensamiento a aquel niño de nueve años.
-
La justicia no es una especie de divinidad
reparadora y vengadora del mal, como se la imaginan todavía muchos individuos
influidos por la enseñanza religiosa; es sencillamente el equilibrio, la
armonía o la concordancia de los intereses.
En la sociedad
presente todos los intereses, el del patrón y el del obrero, el del vendedor y
el del comprador, el del gobernante y el del gobernado están en contradicción y
en luchas perpetuas; en tales condiciones la justicia no puede existir y no
puede pedirse ciertamente a los jueces, defensores del orden de cosas actual.
Por el
contrario, en una sociedad en que todo sea de todos, los individuos tendrán el
mismo interés en producir y no podrá haber conflictos entre gentes que trabajen
y gentes que hagan trabajar por su beneficio exclusivamente personal.
Cuando la
propiedad individual desaparezca, desaparecerán con ella una multitud de males
y crímenes. ¿No es mejor impedirlos que castigarlos?
Del mismo
modo, la eliminación de la autoridad hará desaparecer también la opresión de
los unos, el cobarde servilismo de los otros, los odios, las rebeldías
sangrientas, las guerras. No habrá indudablemente la perfección absoluta,
porque entre los seres humanos hay diferencias de temperamento y de gustos,
como hay también enfermedades que producen desarreglos del entendimiento y de
la voluntad que causan actos perjudiciales, pero los que las padezcan serán una
ínfima excepción, y como no tendrán fuerza para imponerse a toda la sociedad,
como lo hacen actualmente los gobernantes y los capitalistas, todo quedará
reducido a ponerlos fuera de estado de causar daño. En lugar de matarlos o de
martirizarlos, se les cuidará como inválidos o como enfermos y se procurará su
curación.
He ahí el
concepto que nosotros tenemos de la justicia. Ya ves que no tiene nada de común
con la de los magistrados.
-
Efectivamente, respondió León.
¿Un cuento?
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