Cuentos anarquistas
Sin trabajo
Emile
Zola
Por la mañana, cuando los
obreros llegan al taller, encuéntranlo frío, como obscurecido con
la tristeza que se desprende de una ruina. En el fondo de la sala
principal, la máquina está silenciosa, con sus brazos delgados, sus
ruedas inmóviles; y ella cuyo soplo y movimiento animan
habitualmente toda la casa, con los latidos de su corazón de gigante
e incansable en la faena, agrega al conjunto una melancolía más. El
amo baja de su despacho y con aire de tristeza dice a sus obreros:
-Hijos míos, hoy no hay trabajo... Ya no vienen pedidos, de todas
partes recibo contraórdenes, voy a quedarme con las existencias
entre las manos. Este mes de Diciembre, con el cual contaba, este mes
que otros años es de tanto trabajo, amenaza arruinar las casas más
fuertes... Es preciso suspenderlo todo. Y al ver que los obreros se
miran unos a otros, con el espanto que les imbuye la idea de volver a
casa, con el miedo del hambre que les amenaza para el día siguiente,
añade en voz más baja: -No soy egoísta, no, lo juro... Mi
situación es tan terrible, más terrible tal vez que la vuestra. En
ocho días he perdido cincuenta mil pesetas. Hoy paro el trabajo para
no ahondar más la sima; ni siquiera tengo los primeros cinco
céntimos de la suma que necesito para mis vencimientos del 15... Ya
lo veis, os hablo como un amigo, nada os oculto. Tal vez mañana
mismo vengan a embargarme. No es nuestra la culpa, ¡no es cierto!
Hemos luchado hasta última hora. Hubiera querido ayudaros a pasar
días de apuro; pero todo ha acabado, estoy hundido; no tengo ya ni
un pedazo de pan para partirlo. Después les tiende la mano. Los
obreros se la estrechan silenciosamente. Y durante algunos minutos
permanecen allí, mirando sus herramientas inútiles, con los puños
cerrados. Otros días, desde el amanecer, las limas cantaban, los
martillos marcaban el ritmo; y todo aquello parece que duerme ya en
el polvo de la quiebra. Son veinte, son treinta familias que no
tendrán qué comer la semana próxima. Algunas mujeres que trabajan
en la fábrica sienten las lágrimas humedecerles los ojos. Los
hombres quieren aparecer más resueltos. Se hacen los valientes,
diciendo que la gente no se muere de hambre en París. Luego, cuando
el amo los deja y le ven alejarse, encorvado en ocho días, abrumado
tal vez por un desastre de mayores proporciones que las confesadas
por él, van saliendo uno por uno, ahogados por la angustia, con el
corazón oprimido, como si salieran del cuarto de un muerto. El
muerto es el trabajo, es la máquina grande que permanece muda y cuyo
esqueleto se destaca siniestro en la sombra.
El obrero está fuera de su
casa, en la calle, en medio del arroyo. Ha paseado las aceras durante
ocho días sin encontrar trabajo. De puerta en puerta ha ido
ofreciendo sus brazos, sus manos, ofreciéndose él en cuerpo y alma
para cualquier faena, para la más repugnante, la más dura, la más
nociva. Y todas las puertas se han cerrado. Entonces se ofreció a
trabajar por la mitad del jornal; pero las puertas permanecieron
cerradas. Aunque trabajase de balde no le podría admitir. Es la
paralización del trabajo, la terrible paralización que toca a
muerto para los que habitan en las buhardillas. El pánico ha parado
las industrias, y el dinero, cobarde, se ha escondido. Al cabo de
ocho días todo ha concluido. El obrero ha hecho una tentativa
suprema y ahora vuelve con paso tardo, con las manos vacías,
abrumado de miseria. La lluvia cae; aquella tarde París, inundado de
barro, aparece fúnebre. El hombre va andando, recibiendo el
chaparrón sin sentirlo, no oyendo más que su hambre y deteniéndose
para llegar menos pronto. Inclinase sobre el parapeto del Sena: el
río, cuyo caudal ha aumentando, corre con un rumor prolongado; la
espuma blanca se desgarra en salpicaduras en uno de los tramos del
puente. Inclinase más, la colosal riada pasa debajo de él
lanzándole un llamamiento furioso. Después, piensa que sería una
cobardía y se va. La lluvia ha cesado. El gas flamea en los
escaparates de las joyerías. Si rompiese un cristal, tomaría pan
para algunos años con abrir y cerrar la mano. Las cocinas de los
restaurantes se encienden; y detrás de las cortinas de muselina
blanca, ve gentes que comen. Apresura el paso, vuelve a subir a los
barrios expuestos, encontrando en el camino les asadurías y
pastelerías del todo París comilón, que se exhibe a las horas del
hambre. Como la mujer y la pequeña lloraban por la mañana, les
ofreció llevarles pan por la tarde. No se ha atrevido a decirles que
había mentido, antes de que anocheciese. Al ir andando, preguntase
como entrará y qué les contestará para que tengan paciencia. Sin
embargo, no pueden permanecer más tiempo sin comer. El probaría
aún, pero la mujer y la pequeña son muy débiles. Un momento se le
ocurre pedir limosna; pero cuando una señora o un caballero pasan a
su lado y él intenta alargar la mano, su brazo se paraliza y la voz
se ahoga en su garganta. Entonces permanece plantado en la acera,
mientras los transeúntes adinerados le vuelven la espalda,
creyéndolo borracho, al ver su feroz semblante de hambriento.
La mujer del obrero ha bajado a
la puerta de la calle, dejando arriba a la niña dormida. La mujer es
muy delgada; lleva un vestido de percal. El viento helado de la calle
la hace tiritar. Ya no le queda nada en casa: todo lo llevó al
Montepío. Ocho días sin trabajo bastan para vaciar una casa. La
víspera vendió a un trapero el último puñado de lana de su
colchón: el colchón se fue así; ahora no queda más que la tela.
Allá arriba la colgó delante de la ventana, para impedir que entre
el aire porque la niña tose mucho. Sin decir nada a su marido, ella
también ha buscado por su parte. Pero la falta de trabajo ha
alcanzado con más dureza a las mujeres que a los hombres. En la
meseta de su cuarto oye a unas desgraciadas que lloran durante la
noche. Encontró una de pié en el rincón de una calle, otra ha
muerto; otra ha desaparecido. Afortunadamente, ella tiene un buen
hombre, un marido que no bebe. Vivirían sin apuros si la falta de
trabajo no les hubiese despojado de todo. Ha agotado el crédito:
debe al panadero, al especiero, a la frutera y ya ni siquiera se
atreve a pasar delante de las tiendas. Por la tarde fue a casa de su
hermana a pedirle una peseta prestada, pero allí encontró también
tal miseria, que se echó a llorar, sin decir nada, y las dos, su
hermana y ella, estuvieron llorando mucho tiempo. Luego, al
marcharse, la ofreció llevarle un pedazo de pan si su marido volvía
con algo. El marido no vuelve. La lluvia cae; la mujer se refugia en
la puerta; grandes gotas de agua caen a sus pies; un polvillo de agua
atraviesa su falda. A ratos se impacienta, se echa fuera a pesar de
la lluvia, va hasta el final de la calle para ver si ve a lo lejos al
que espera. Y cuando vuelve, toda mojada, pasa la mano por sus
cabellos para escurrir el agua; aun cobra paciencia, sacudida por
cortos escalofríos de fiebre. Los transeúntes al ir y venir la
codean y la pobre mujer se encoje cuanto puede para no molestar a
nadie. Los hombres la miran frente a frente y a ratos siente alientos
calientes que la rozan el cuello. Todo el París sospechoso, la calle
con su lodo, sus claridades crudas y el rodar de los coches, parecen
querer cogerla y arrojarla al arroyo. Tiene hambre, pertenece a todo
el mundo. En frente hay un panadero, y la pobre mujer piensa en la
pequeña que duerme arriba. Después, cuando al fin el marido
aparece, rozando como un miserable las paredes de las casas, se
precipita a su encuentro, y le mira ansiosamente. –¿Qué hay?–
dice balbuceando. En vez de contestar, el obrero baja la cabeza.
Entonces, la mujer sube la primera, pálida como una muerta.
Arriba la pequeña no duerme. Se
ha despertado, y está pensando en frente de un cabo de vela que se
extingue en un extremo de la mesa. Y no se sabe qué pensamiento
terrible y doloroso pasa sobre la faz de aquella chicuela de siete
años, con rasgos serios y marchitos de mujer hecha. Está sentada
sobre el borde del cofre que le sirve de cama. Sus pies desnudos
tiemblan de frío, sus manos de muñeca enfermiza aprietan contra el
pecho los trapos con que se cubre. Siente allí una quemadura, un
fuego que quisiera apagar. Está pensando. Nunca ha tenido juguetes.
No puede ir a la escuela porque no tiene zapatos. Recuerda que cuando
era más pequeña su madre la llevaba a tomar el sol. Pero aquello
está lejos. Fue preciso mudar de habitación, y desde aquella época
le parece que un frío sopló dentro de su casa. Desde entonces nunca
ha estado contenta; siempre ha tenido hambre. Es una cosa profunda en
la cual penetra sin poder comprenderla. Pues qué, ¿todo el mundo
tiene hambre? Ha procurado, sin embargo, acostumbrarse a eso, pero no
ha podido. Piensa que es demasiado pequeña y que es preciso ser
grande para saber. La madre sabe, sin duda, esa cosa que se oculta a
los niños. Si se atreviese, preguntaría quien nos trae así al
mundo para que se tenga hambre. ¡Luego, en su casa todo es tan feo!
Mira la ventana, donde el viento sacude la tela del colchón, las
paredes desnudas, los muebles rotos, toda aquella vergüenza de
buhardilla, que la falta de trabajo ensucia con su desesperación.
Imagina haber soñado con habitaciones bien calientes, en las que
había cosas que relucían; cierra los ojos para volverlas a ver, y a
través de su párpados adelgazados, la llama de la vela se convierte
en un gran resplandor de oro, en el que desearía entrar. Pero el
viento sopla y por la ventana llega una corriente fuerte de aire que
la produce un acceso de tos. La niña tiene los ojos llenos de
lágrimas. Antes tenía miedo cuando la dejaban sola; ahora no sabe,
lo mismo le da. Como no se ha comido desde la víspera, cree que su
madre ha bajado a buscar pan. Entonces esta idea la divierte. Cortará
su pan en pedazos pequeñitos, los irá cogiendo despacio, uno por
uno. Jugará con su pan. La madre ha vuelto, el padre ha cerrado la
puerta. La niña les mira las manos a los dos, muy sorprendida. Y
como nada dicen, al cabo de un momento la pequeña repite con tono de
canturria: –Tengo hambre, tengo hambre. El padre, en un rincón, se
ha cogido la cabeza entre sus puños; allí permanece abrumado,
sacudidas las espaldas por desgarradores y silenciosos gemidos. La
madre, conteniendo sus lágrimas, acuesta la pequeña. La tapa con
todos los andrajos que hay en la casa; le dice que sea buena, que
duerma. Pero la niña, a la que le frío hace dar diente con diente y
que siente el fuego de su pecho quemarla con más fuerza, se hace
atrevida. Se cuelga del cuello de su madre y muy quedito: –Dí,
mamá, le pregunta, ¿pero por qué tenemos hambre?
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