Este cuento está copiado de la revista DINAMITA CEREBRAL
Antología de lo cuentos anarquistas más famosos
Escrito hace más de 100 años. Y siempre está de actualidad.
¡SIN TRABAJO!
Por la mañana, cuando los obreros llegan al
taller, encuéntrenlo frío, como obscurecido con la tristeza que se desprende de
una ruina. En el fondo de la sala principal, la máquina está silenciosa, con
sus brazos delgados, sus ruedas inmóviles; y ella cuyo soplo y movimiento
animan habitualmente toda la casa, con los latidos de su corazón de gigante e
incansable en la faena, agrega al conjunto una melancolía más. El amo baja de
su despacho y con aire de tristeza dice a sus obreros: -Hijos míos, hoy no hay
trabajo... Ya no vienen pedidos, de todas partes recibo contraórdenes, voy a
quedarme con las existencias entre las manos. Este mes de Diciembre, con el
cual contaba, este mes que otros años es de tanto trabajo, amenaza arruinar las
casas más fuertes... Es preciso suspenderlo todo. Y al ver que los obreros se
miran unos a otros, con el espanto que les imbuye la idea de volver a casa, con
el miedo del hambre que les amenaza para el día siguiente, añade en voz más
baja: -No soy egoísta, no, lo juro... Mi situación es tan terrible, más
terrible tal vez que la vuestra. En ocho días he perdido cincuenta mil pesetas.
Hoy paro el trabajo para no ahondar más la sima; ni siquiera tengo los primeros
cinco céntimos de la suma que necesito para mis vencimientos del 15... Ya lo
veis, os hablo como un amigo, nada os oculto. Tal vez mañana mismo vengan a
embargarme. No es nuestra la culpa, ¡no es cierto! Hemos luchado hasta última
hora. Hubiera querido ayudaros a pasar días de apuro; pero todo ha acabado,
estoy hundido; no tengo ya ni un pedazo de pan para partirlo. Después les tiende
la mano. Los obreros se la estrechan silenciosamente. Y durante algunos minutos
permanecen allí, mirando sus herramientas inútiles, con los puños cerrados.
Otros días, desde el amanecer, las limas cantaban, los martillos marcaban el
ritmo; y todo aquello parece que duerme ya en el polvo de la quiebra. Son
veinte, son treinta familias que no tendrán qué comer la semana próxima.
Algunas mujeres que trabajan en la fábrica sienten las lágrimas humedecerles
los ojos. Los hombres quieren aparecer más resueltos. Se hacen los valientes,
diciendo que la gente no se muere de hambre en París. Luego, cuando el amo los
deja y le ven alejarse, encorvado en ocho días, abrumado tal vez por un
desastre de mayores proporciones que las confesadas por él, van saliendo uno por
uno, ahogados por la angustia, con el corazón oprimido, como si salieran del
cuarto de un muerto. El muerto es el trabajo, es la máquina grande que
permanece muda y cuyo esqueleto se destaca siniestro en la sombra. II El obrero
está fuera de su casa, en la calle, en medio del arroyo. Ha paseado las aceras
durante ocho días sin encontrar trabajo. De puerta en puerta ha ido ofreciendo
sus brazos, sus manos, ofreciéndose él en cuerpo y alma para cualquier faena,
para la más repugnante, la más dura, la más nociva. Y todas las puertas se han
cerrado. Entonces se ofreció a trabajar por la mitad del jornal; pero las
puertas permanecieron cerradas. Aunque trabajase de balde no le podría admitir.
Es la paralización del trabajo, la terrible paralización que toca a muerto para
los que habitan en las buhardillas. El pánico ha parado las industrias, y el
dinero, cobarde, se ha escondido. Al cabo de ocho días todo ha concluido. El
obrero ha hecho una tentativa suprema y ahora vuelve con paso tardo, con las
manos vacías, abrumado de miseria. La lluvia cae; aquella tarde París, inundado
de barro, aparece fúnebre. El hombre va andando, recibiendo el chaparrón sin
sentirlo, no oyendo más que su hambre y deteniéndose para llegar menos pronto.
Inclínase sobre el parapeto del Sena: el río, cuyo caudal ha aumentando, corre
con un rumor prolongado; la espuma blanca se desgarra en salpicaduras en uno de
los tramos del puente. Inclinase más, la colosal riada pasa debajo de él
lanzándole un llamamiento furioso. Después, piensa que sería una cobardía y se
va. La lluvia ha cesado. El gas flamea en los escaparates de las joyerías. Si
rompiese un cristal, tomaría pan para algunos años con abrir y cerrar la mano.
Las cocinas de los restaurantes se encienden; y detrás de las cortinas de muselina
blanca, ve gentes que comen. Apresura el paso, vuelve a subir a los barrios
expuestos, encontrando en el camino les asadurías y pastelerías del todo París
comilón, que se exhibe a las horas del hambre. Como la mujer y la pequeña
lloraban por la mañana, les ofreció llevarles pan por la tarde. No se ha
atrevido a decirles que había mentido, antes de que anocheciese. Al ir andando,
se pregunta como entrará y qué les contestará para que tengan paciencia. Sin
embargo, no pueden permanecer más tiempo sin comer. El probaría aún, pero la
mujer y la pequeña son muy débiles. Un momento se le ocurre pedir limosna; pero
cuando una señora o un caballero pasan a su lado y él intenta alargar la mano,
su brazo se paraliza y la voz se ahoga en su garganta. Entonces permanece
plantado en la acera, mientras los transeúntes adinerados le vuelven la
espalda, creyéndolo borracho, al ver su feroz semblante de hambriento. III La
mujer del obrero ha bajado a la puerta de la calle, dejando arriba a la niña
dormida. La mujer es muy delgada; lleva un vestido de percal. El viento helado
de la calle la hace tiritar. Ya no le queda nada en casa: todo lo llevó al
Montepío. Ocho días sin trabajo bastan para vaciar una casa. La víspera vendió
a un trapero el último puñado de lana de su colchón: el colchón se fue así;
ahora no queda más que la tela. Allá arriba la colgó delante de la ventana,
para impedir que entre el aire porque la niña tose mucho. Sin decir nada a su
marido, ella también ha buscado por su parte. Pero la falta de trabajo ha
alcanzado con más dureza a las mujeres que a los hombres. En la meseta de su
cuarto oye a unas desgraciadas que lloran durante la noche. Encontró una de pié
en el rincón de una calle, otra ha muerto; otra ha desaparecido.
Afortunadamente, ella tiene un buen hombre, un marido que no bebe. Vivirían sin
apuros si la falta de trabajo no les hubiese despojado de todo. Ha agotado el
crédito: debe al panadero, al especiero, a la frutera y ya ni siquiera se
atreve a pasar delante de las tiendas. Por la tarde fue a casa de su hermana a
pedirle una peseta prestada, pero allí encontró también tal miseria, que se
echó a llorar, sin decir nada, y las dos, su hermana y ella, estuvieron
llorando mucho tiempo. Luego, al marcharse, la ofreció llevarle un pedazo de
pan si su marido volvía con algo. El marido no vuelve. La lluvia cae; la mujer
se refugia en la puerta; grandes gotas de agua caen a sus pies; un polvillo de
agua atraviesa su falda. A ratos se impacienta, se echa fuera a pesar de la
lluvia, va hasta el final de la calle para ver si ve a lo lejos al que espera.
Y cuando vuelve, toda mojada, pasa la mano por sus cabellos para escurrir el
agua; aun cobra paciencia, sacudida por cortos escalofríos de fiebre. Los
transeúntes al ir y venir la codean y la pobre mujer se encoje cuanto puede
para no molestar a nadie. Los hombres la miran frente a frente y a ratos siente
alientos calientes que la rozan el cuello. Todo el París sospechoso, la calle
con su lodo, sus claridades crudas y el rodar de los coches, parecen querer cogerla
y arrojarla al arroyo. Tiene hambre, pertenece a todo el mundo. En frente hay
un panadero, y la pobre mujer piensa en la pequeña que duerme arriba. Después,
cuando al fin el marido aparece, rozando como un miserable las paredes de las
casas, se precipita a su encuentro, y le mira ansiosamente. – ¿Qué hay?– dice
balbuceando. En vez de contestar, el obrero baja la cabeza. Entonces, la mujer
sube la primera, pálida como una muerta. IV Arriba la pequeña no duerme. Se ha
despertado, y está pensando en frente de un cabo de vela que se extingue en un
extremo de la mesa. Y no se sabe qué pensamiento terrible y doloroso pasa sobre
la faz de aquella chicuela de siete años, con rasgos serios y marchitos de
mujer hecha. Está sentada sobre el borde del cofre que le sirve de cama. Sus
pies desnudos tiemblan de frío, sus manos de muñeca enfermiza aprietan contra
el pecho los trapos con que se cubre. Siente allí una quemadura, un fuego que
quisiera apagar. Está pensando. Nunca ha tenido juguetes. No puede ir a la escuela
porque no tiene zapatos. Recuerda que cuando era más pequeña su madre la
llevaba a tomar el sol. Pero aquello está lejos. Fue preciso mudar de
habitación, y desde aquella época le parece que un frío sopló dentro de su
casa. Desde entonces nunca ha estado contenta; siempre ha tenido hambre. Es una
cosa profunda en la cual penetra sin poder comprenderla. Pues qué, ¿todo el
mundo tiene hambre? Ha procurado, sin embargo, acostumbrarse a eso, pero no ha
podido. Piensa que es demasiado pequeña y que es preciso ser grande para saber.
La madre sabe, sin duda, esa cosa que se oculta a los niños. Si se atreviese,
preguntaría quien nos trae así al mundo para que se tenga hambre. ¡Luego, en su
casa todo es tan feo! Mira la ventana, donde el viento sacude la tela del colchón,
las paredes desnudas, los muebles rotos, toda aquella vergüenza de buhardilla,
que la falta de trabajo ensucia con su desesperación. Imagina haber soñado con
habitaciones bien calientes, en las que había cosas que relucían; cierra los
ojos para volverlas a ver, y a través de sus párpados adelgazados, la llama de
la vela se convierte en un gran resplandor de oro, en el que desearía entrar.
Pero el viento sopla y por la ventana llega una corriente fuerte de aire que la
produce un acceso de tos. La niña tiene los ojos llenos de lágrimas. Antes
tenía miedo cuando la dejaban sola; ahora no sabe, lo mismo le da. Como no se
ha comido desde la víspera, cree que su madre ha bajado a buscar pan. Entonces
esta idea la divierte. Cortará su pan en pedazos pequeñitos, los irá cogiendo
despacio, uno por uno. Jugará con su pan. La madre ha vuelto, el padre ha
cerrado la puerta. La niña les mira las manos a los dos, muy sorprendida. Y
como nada dicen, al cabo de un momento la pequeña repite con tono de canturria:
–Tengo hambre, tengo hambre. El padre, en un rincón, se ha cogido la cabeza
entre sus puños; allí permanece abrumado, sacudidas las espaldas por
desgarradores y silenciosos gemidos. La madre, conteniendo sus lágrimas,
acuesta la pequeña. La tapa con todos los andrajos que hay en la casa; le dice
que sea buena, que duerma. Pero la niña, a la que le frío hace dar diente con
diente y que siente el fuego de su pecho quemarla con más fuerza, se hace
atrevida. Se cuelga del cuello de su madre y muy quedito: –Dí, mamá, le
pregunta, ¿pero por qué tenemos hambre?
EMILE
ZOLA.
Mientras
el populacho necesite gobernantes, reyes y patronos, la esclavitud seguirá
vigente.
Y
mientras no se reparta el trabajo y la riqueza, la pobreza seguirá vigente.
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